Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 6 de noviembre de 2010

En el taller de Mauro Rodríguez

 


POÉTICA DE LA MADERA


El taller del escultor está en el monte,
en el bosque, en la naturaleza donde la madera muerta,
caída después de ser rama tronchada por el viento
o tronco cortado por el hacha del hombre,
espera paciente la mirada y la mano de quien la devuelva a la vida.

            Mauro Rodríguez Salvador pasea por los robledales que rodean Turón o por los encinares de las tierras zamoranas donde nació y pacientemente espera a que le provoque una raíz, un tronco o una rama muerta. Porque el escultor tiene su primer taller en la naturaleza, donde la materia prima de su obra duerme en las diversas, caprichosas formas con que la fue moldeando la vida. En ese taller, en el campo abierto impregnado del olor de la resina y de las hojas muertas, el escultor, olvidando el rastro de sus huellas perdidas, se detiene ante un trozo de madera que le reclama, que en silencio busca la complicidad de su mirada atenta. Cuando al escultor se le ha revelado, de manera aún muy nebulosa, alguna posibilidad de devolver a la vida la materia inerte, carga con la raíz, el tronco o la rama y lo lleva al taller entre paredes que tiene en Oviedo.
            Allí, en un rincón de ese espacio reposa la pieza en espera de una segunda provocación, aquélla en la que el artista va descubriendo el arte que la madera ya contiene. Así, mientras con la lija va puliendo con mimo alguna obra que ya tiene casi a punto de terminar, de vez en cuando alza la mirada y la posa sobre el nuevo tronco que parece abandonado en el rincón, pero que, en realidad no deja de llamarle para que el artista se levante del taburete y le busque la veta, la hendidura de donde surgirá la idea.
            La sobriedad del espacio donde se ubica el taller es sin duda el reflejo de la sencillez de Mauro Rodríguez Salvador, quien, desde una formación autodidacta, siente el trabajo artístico con la humildad de saber que sólo para sí mismo –para la labor callada del artista- debe quedarse el íntimo orgullo del privilegio que supone poder crear con sus propias manos, en complicidad tan solo con su mirada y su experiencia, que le hacen descubrir en la madera unas “formas que son tuyas, que tú ya tenías dentro cuando la pieza provocó tu atención en el campo”. Para ese camino en el “descubrimiento de las formas propias”, Mauro no necesita más que un puñado de herramientas y una mesa de mármol, material en el que apoya el tronco y que, a través del tiempo, parece traerle el eco de los escultores clásicos que, como él, sentían que la labor del artista no es otra que la de sacar a la luz las formas que ya escondía en su interior la obra.
En esa tarea únicamente la técnica depurada o el mero oficio de los artesanos (tan respetable su labor por el usual empeño en el trabajo bien hecho) no son suficientes para que Mauro pueda conseguir lo que modestamente nos propone con su obra: una “invitación a la sugerencia”. Para ello son necesarios a la vez la fuerza y el mimo de sus manos –el tacto que recoge de la materia inerte su cualidad más oculta para devolverla en expresión sentida, en pulida, acariciada y viva forma-, no sólo para alcanzar ese humilde propósito, sino que por medio de las herramientas que indagan en la profunda e incierta opacidad de la madera, se transforma esa modesta intención del artista en una auténtica “provocación a la sugerencia”.
No es únicamente la propia evocación sexual que las formas redondeadas y fálicas, los abrazos cálidos y los huecos de luz, puedan despertar en la imaginación del espectador atento, sino la misma provocación que, como una astilla más que salta de la gubia, debe desprenderse, de modo inexcusable, de toda manifestación artística que se precie de serlo. En este sentido, la obra de Mauro Rodríguez Salvador contiene toda la fuerza de la provocación, pues, frente a ella, nuestra mirada –es decir, nuestros sentidos y nuestro pensamiento- es golpeada con el mismo formón con que se perfila la madera, hasta vernos configurados como una forma más extraída del molde que ha creado el artista.
Para su propósito toda madera sirve. De la flexibilidad del olmo o la higuera a la dureza de la encina, el roble o el cerezo, Mauro ha ido esculpiendo, a lo largo de los años, una obra que ha expuesto, de forma individual o colectiva, en numerosas salas y  galerías de arte, casas de cultura y museos desperdigados por Madrid, Barcelona, La Coruña, Málaga, Salamanca, Zamora y Asturias. Sus obras han sido seleccionadas en Muestras, Certámenes y Bienales de arte y expuestas en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid (1995) y en el Museo de Arte Moderno de Barcelona (1997). Ha recibido el Primer Premio de Escultura en la “VII Semana América en Madrid” (1994) y en el “IV Certamen de Pintura y Escultura José Cubero “Yiyo” de Madrid (1998). Además sus obras han estado presentes en la Muestra de Arte Contemporáneo “Mac 21” de Marbella (Málaga, 2000) y en la VIII Feria Internacional de Arte Contemporáneo de Castilla y León (Salamanca, 2004) y hace pocos meses una escultura suya ha servido para crear el diseño de los trofeos que entrega en sus competiciones el Club Natación Ciudad de Oviedo.  
Pero en el taller no hay espacio para ninguno de esos reconocimientos, sino para el recogimiento, para la concentración de todos los sentidos del artista en el propio trabajo que, literalmente, se trae entre manos, en la elección de las herramientas más acertadas y precisas que le conduzcan a revelar lo que Mauro espera: la gubia para desbastar la madera, el formón para los cortes rectos, la escofina para los remates más delicados, la lija para pulir las formas creadas y la cera para dar el acabado definitivo de la pieza. Y por el camino hacia ese descubrimiento de las formas, la técnica del escultor tal vez haya debido recurrir a tareas más prosaicas, como el uso del barreno o la jeringuilla para introducir el líquido milagroso que mate a la carcoma.
Seguramente para que se mantenga intacta toda la capacidad de sugerencia que pretende con cada una de sus esculturas, Mauro Rodríguez Salvador no suele poner título a sus obras, pero a veces se aventura a ponerles un nombre para dar indicios al espectador sobre el ánimo que le ha llevado a lograr tal representación. Así, guiado por su gran afición al deporte, sus piezas se empezaron a llamar “Jugando con los aros” (Seleccionada en la XI Bienal Internacional del Deporte en las Bellas Artes. Madrid, 1995), “Deportista en equipo” (Seleccionada en la XII Bienal Internacional del Deporte en las Bellas Artes. Barcelona, 1997), “Salto” (Seleccionada en la I Bienal del Baloncesto en las Bellas Artes. Madrid, 1998), hasta llegar a estos momentos donde las obras reciben nombre más reflexivos: “El tiempo pasa y todo cambia” o “Elogio de la memoria”.
 Siguiendo fielmente un verso del celebrado “Don de la ebriedad” de su paisano Claudio Rodríguez (“La encina, que conserva más un rayo / de sol que todo un mes de primavera”), Mauro busca la luz y el tiempo encerrados en la naturaleza muerta, y del tronco encontrado en la tierra, el artista, como un demiurgo, extrae de nuevo la vida y la hace evolucionar ante nuestros ojos: el abrazo que enlaza los deseos primigenios fecunda con bolas móviles los huecos donde la luz interna del tronco –el “rayo de sol” del poema- alumbra un futuro más libre, pero también más frágil, amenazado de espumas. Así, el tronco no nace para morir, sino para transformarse continuamente y perdurar con su savia de nuevo esculpida, para siempre en la memoria del hombre. En la fugacidad de la vida el tiempo hace que las formas, como la cera de las velas, se derritan, pero sólo momentáneamente, pues antes de caer del todo se solidifican, generando nuevas formas, que, en alguna de sus últimas creaciones reposan sobre una piedra, volviendo de esta manera a un origen en el que el tronco se yergue erecto desde la tierra inerte de donde nació.
Su obra expresa –a través de una esencial poética de la madera- esa clara evolución desde la primera a la última pieza, pero también en cada escultura se sustancia la síntesis de todo ello, de ese dinamismo que a la vez es la metamorfosis sin fin de la naturaleza y la fuerza creadora del hombre, su necesaria prolongación que seguirá evolucionando hacia donde sólo Mauro Rodríguez Salvador sabe, siempre hacia el arte que ha elegido su mano para manifestarse.

(Publicado en El Comercio y La voz de Avilés. 6 de noviembre de 2010)

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