Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 6 de julio de 2013

El amargo sustento de la vergüenza


“LOS PECES NO CIERRAN LOS OJOS”
Erri De Luca
Editorial Seix-Barral. Barcelona, 2012
113 páginas



            Si la frontera entre los géneros literarios es tan permeable que a menudo se presenta cuanto menos que arriesgado el empeño de encuadrar una obra dentro de una u otra categoría, los límites son aún más inestables cuando se pretende catalogar una novela como literatura dirigida a los adultos, excluyendo por tanto la posibilidad de que pueda acercarse a ella el público juvenil. En este sentido parece claro que muchos grandes autores que son del agrado de los jóvenes (Verne, Dickens, Stevenson, Poe), han escrito para “todos los públicos”, sin comprometer su labor en función de la edad de los destinatarios.
            De ahí que nos atrevamos a traer a este rincón de “Páginas para pequeños” –en este caso bien es cierto que para “pequeños un poco mayores”- la novela “Los peces no cierran los ojos”, de Erri de Luca, editada en una colección considerada para adultos. Esta deliciosa nouvelle tiene todos los ingredientes que se supone pueden ser del interés de los jóvenes lectores, asumiendo incluso el riesgo –en estos tiempos donde son tan recurrentes los mismos temas- de adentrarse de forma abierta en algunos de sus tópicos. Así, cumple con uno de los paradigmas de la LIJ, como es contar la experiencia del aprendizaje vital, el momento y el lugar preciso que representa para el personaje el tránsito de la edad infantil a la edad adulta. Ese tiempo y ese espacio es un verano napolitano en el que un niño de diez años –edad que se escribe por primera vez con dos cifras- descubre el amor. Siguiendo los cánones de un género tan frecuentado por los autores, se trata de un niño raro –sin nombre en el texto-, que “no quiere tener peso”, de forma que pasa los días mudo, buscando gusanos en la arena y leyendo libros. Sin embargo, el niño quiere dejar de serlo, pues tiene la sensación de que a pesar de que él crece internamente, su cuerpo se queda atrás y para ello no le queda más remedio que obligar a su cuerpo a cambiar, aun a riesgo de que tal determinación conlleve un “precipicio de efectos desconocidos”.  
Como es sabido, es el descubrimiento del amor el sospechado trance que culmina la infancia. Es el vuelo del ánimo sobre el que se mece la transición hacia la edad adulta, una suerte de ligereza que aún no tiene que ver con el deseo, sino con una iluminación del vacío que el niño lleva dentro. Pero la aparición del amor –esquivando de este modo el peligro de dejarnos adormecer por los dulces parajes del “verano azul”- trae consigo un aprendizaje tal vez más profundo, la revelación de que la venganza –promovida por la persona amada- no puede suponer nunca la base de la justicia, sino solamente el amargo sustento de la vergüenza (“lo scuorno”), la honda consternación del protagonista por no haber sido “quien exijo ser”.
Contada en primera persona después de haber transcurrido cincuenta años, el narrador dice “no inventar” su pasado, sino avanzar en el relato que le va dictando el recuerdo. Un relato que está escrito con un lenguaje preciso, acotado en una mayoría de frases simples, desnudas de todo artificio que pueda distraer al texto de lo esencial, pero que sin embargo están dotadas de la cualidad poética necesaria para transportar al lector hacia un cierto encantamiento. El mismo que a través de un tono lírico también consigue romper los límites de la prosa y confundir los géneros. 

 (Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 6 de julio de 2013)


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