Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 3 de agosto de 2013

La extensión de los bosques


EL HOMBRE QUE ABRAZABA A LOS ÁRBOLES
Ignacio Sanz
Editorial Edelvives. Zaragoza, 2013.
129 páginas



            Muchas veces se ha contado la historia en la que un niño -o una niña- se ve deslumbrado por la sabiduría de un adulto que no pertenece a su familia. Tanto es así, que parece norma de los cuentos infantiles que deba ser precisamente un personaje ajeno al entorno familiar quien sea el encargado de abrir los ojos del pequeño al mundo que le rodea. Los relatos de todos los tiempos nos dicen que uno necesita salir de casa para aprender, que más allá de las cuatro paredes –de la familia y de la escuela- siempre hay alguien que nos va a ayudar a descubrir las cosas esenciales de la vida.
Este camino hacia el primordial descubrimiento del mundo es el que nos propone recorrer Ignacio Sanz (Lastras de Cuéllar (Segovia), 1953) con “El hombre que abrazaba a los árboles” (Premio Ala Delta 2013 de la Editorial Edelvives). Cuenta cómo Felicidad -una niña que vive en un pueblo rodeado de bosques de pinos- recibe de la experiencia de Marcial –el viejo leñador del que se ha hecho amiga- esa sabiduría necesaria para vivir. En sus incursiones por el bosque a bordo de una desvencijada furgonetilla, Marcial va revelando a Felicidad sus sorprendentes conocimientos y las extrañas aventuras que le habían ocurrido en Canadá la época que pasó allí talando los árboles más grandes del mundo. Así, hace ver a la pequeña el porqué se puede considerar a la ardilla entre los animales voladores o cómo es posible conversar con las urracas. De Canadá le cuenta la increíble historia del Picapinos, un leñador que vivía dentro de una secuoya gigante y que pasaba los ratos libres tallando esculturas de animales. También le confiesa la emoción y el miedo que sintió ante la presencia de un oso en el claro del bosque, pero oculta una y otra vez la aventura de amor que está detrás del envenenamiento de su percherona yegua Roberta. Lo extraño es cuando, en medio de sus charlas, a veces Marcial se queda en blanco, como si el pensamiento se le hubiera ido a otro sitio. Es lo que la maestra doña Upe dice que le pasa a algunas personas mayores cuando se quedan sin palabras, que parece que su cabeza se convierte en un desierto. Al final, después de que a Marcial se le parara la cirila en el medio del bosque y con ello también se le apagaran definitivamente los recuerdos, Felicidad llega al fondo de lo que quería contar desde el principio del libro. Rememora la historia de su viejo amigo y el olmo centenario de la estación, el terco empeño del leñador que antes de talarlos siempre tenía por costumbre abrazarse a los árboles.
Siguiendo la línea de sus últimas obras (véase “Una vaca, dos niños y trescientos ruiseñores”. Edelvives, 2010), Ignacio Sanz acerca a los jóvenes lectores el mundo de la naturaleza, un terreno -a menudo ajeno a los gustos e intereses de las actuales generaciones- en el que es ineludible adentrarse para poder extraer de él formas de conocimiento que la vida precisa. Parece decirnos que es necesario –y tal vez urgente- que nos comprometamos no sólo en conservar el lugar de la naturaleza, sino más aún en asegurar la extensión del bosque en la ciudad que habitamos, de la misma manera que el viejo leñador se impone la tarea de ser leal con su oficio y con la amistad que –aun en su silencio- le procura Felicidad.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 3 de agosto de 2013)

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